Villaguay, el pueblo de las dos estaciones (segunda parte)



Por Juan José Bilbao (*)





Villaguay Este era una estación mucho más pequeña que Villaguay Central, pero no por eso menos bonita. Estaba ubicada sobre una larga curva y en medio del campo rodeado por árboles nativos y altos yuyales, aunque la siempre estaba impecablemente limpia y liberada de los pastizales en todas sus inmediaciones.


Llegaba el tren haciendo sonar su silbato y mientras se aproximaba a la estación todo era preparativos y movimiento de los guardas, señaleros, personal con zorras de equipajes y la gente ansiosa por subir al convoy. El viaje comenzaba poco después con suave movimiento mientras cada uno buscaba su lugar.


Se podía ir en Pullman, Primera o Segunda. El Pullman tenía asientos mullidos, parecidos a los de los micros de hoy pero más amplios y cómodos, mientras que los de Primera eran tapizados y los de Segunda eran de madera. Además, los pasajeros de mayor poder adquisitivo podían viajar en camarote, cómodos y tranquilos sin tener que someterse al paseo de quienes recorrían permanentemente los pasillos, un poco para estirar las piernas y también para entretenerse y hacer amistades en tan largo viaje.


A cada rato pasaban los mozos llevando bandejas con sandwiches, café, golosinas e indicando que en el comedor se podría degustar tal o cual menú.


Varias horas después, el tren llegaba a Holt-Ibicuy en donde aguardaba el Ferry para trasponer la zona que hoy une el puente Brazo Largo – Zarate. Entraban los vagones al Ferry y también autos, colectivos y camiones y se iniciaba el viaje fluvial. Allí se aprovechaba para descansar los oídos de tanto traqueteo y disfrutar un silencioso viaje por el río.


La gente se dirigía a la parte superior del barco y se sentaba en largos bancos mientras observaba el magnífico paisaje de verde y agua que se deslizaba ante sus ojos.


Pero lo más atractivo del viaje, por lo menos para mí, estaba en el furgón del correo. Allí se reunían los guardas y viajeros que sabían ejecutar algún instrumento y se armaban tremendas musiqueadas al son de bandoneones, guitarras, acordeones y arpas. Era lógico: el tren venía de Posadas y traía muchos paraguayos, misioneros, correntinos y entrerrianos con su bagaje de canciones maravillosas.


Escuchar esos sones, esas canciones, esos instrumentos, rodeados de aquel paisaje majestuoso era como estar viviendo algo inimaginable. Volábamos con nuestra imaginación a través de la música hasta nuestro querido pueblo que quedaba atrás. También soñábamos con poder encontrar algún trabajo que nos permitiera una vida mejor y retornar algún día.


El tren mostraba una diversidad cultural en el habla, en la música, en las costumbres. Caminar por esos pasillos significaba encontrar las situaciones más diversas. Muchos dormían tapados por aquellas frazadas de color gris, otros comían frutas (habitualmente manzanas, bananas y naranjas) o pollo hervido que traían ya preparado como para no tener que gastar dinero en el tren, pues allí siempre era más caro.


La rueda del mate era infaltable y cuando se terminaba el agua había que ir hasta el coche comedor para cargar el termo con agua caliente. Uno de los mozos traía una enorme pava con la que llenaba el recipiente para poder seguir con la mateada.


(*) El artículo está publicado en la sección 'Argentina pueblo a pueblo' del sitio web del diario Clarín.


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"El viaje comenzaba poco después con suave movimiento mientras cada uno buscaba su lugar".

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