Historias de viajes, por
Emilio Nogueira (*)
Temprano por la
mañana aterrizamos en Noi Bai, un aeropuerto chico, silencioso, algo sombrío y
casi vacío a 35 kilómetros de Hanoi. Para este trayecto habíamos contratado un remís unos
días antes. Generalmente sugiero utilizar el transporte público ya que es la
primera y más efectiva inmersión en la cultura local, pero cuando la
infraestructura y los tiempos no lo permiten, conviene hacer la excepción. La
flexibilidad es otro de los elementos esenciales del arte de viajar.
Allí estaba
entonces con su cartel un señor flaco y de baja estatura quien después de una
breve sonrisa y dos o tres señas nos llevó hasta el auto donde nos esperaba su
acompañante –parece ser que en una ciudad plagada de motos, un paseo en auto al
aeropuerto es como ir al espacio-. En absoluto silencio –nadie hablaba el
idioma del otro y tampoco sonaba la radio- y bajo un cielo plomizo atravesamos
un paisaje rural tapizado con ese verde casi fluo de las plantaciones de arroz,
sobre una ruta de dos carriles sin banquina y cargada de todo tipo de vehículos
circulando con más suerte que técnica.
Además de ser la
capital y segunda ciudad más importante del país después de Ho Chi Minh –ex
Saigón-, Hanoi comporta una fascinante mezcla entre Oriente y Occidente como
resultado de una convulsionada historia marcada por ciclos de conquistas y
derrotas por parte de chinos, franceses, japoneses, norteamericanos y por
supuesto vietnamitas. La impronta arquitectónica francesa que sobrevive hasta
hoy data de fines del 1800, cuando la convirtieron capital de Indochina y
emprendieron su transformación urbanística. La otra parte del legado francés es
la baguette, toda una rareza en la región.
Luego el verde cambió por casas de colores de estilo extraño
y la densidad de motitos aumentó drásticamente. Estábamos en la ciudad. Nos
internamos en calles cada vez más angostas y colmadas de gente hasta que: auto
detenido + señas = bajarse y caminar.
El hotel se
ubicaba en un pequeño y agradable edificio ubicado en el Hoàn Kiếm District, el
barrio más antiguo de la ciudad. Además del lago homónimo, en la parte norte se
encuentra el pintoresco y caótico Old Quarter y al sur dominan las anchas
avenidas arboladas con elegantes edificios de estilo colonial francés.
Una de los
programas “imperdibles” era un espectáculo típico de teatro de marionetas sobre
el agua. Allí fuimos. Un poco por el jet-lag y otro tanto porque no dominamos
el idioma local, resultó ser el lugar perfecto para una siesta de 30’.
El verdadero
espectáculo, como toda ciudad del sudeste asiático, está en la calle: desde
parrillas portátiles con carne de origen indescifrable y ollas gigantes con
sopas deliciosas hasta peluqueros itinerantes, compostura de calzado y tostadores
de castañas; las veredas forman un auténtico y entretenido teatro para el ojo
occidental. Entonces nada mejor que sentarse en sillitas de plástico tamaño
jardín de infantes a tomar una sopa pho –carne, fideos de arroz, salsa de
pescado, anís estrellado, jengibre, cilantro, entre otros ingredientes- y
contemplar la frenética rutina diaria.
Párrafo aparte para algo que con el paso de las horas
disfrutábamos más y más: cruzar la calle. La ciudad está inundada por
cardúmenes de motitos, algunas cargando familias enteras y a veces hasta sus
pertenencias. Cambiamos stress por adrenalina cuando entendimos que la bocina
no significa “pongámonos-de-acuerdo” sino “fuera-de -mi-camino”. Una
experiencia única e inolvidable, que no se parece a ninguna otra cosa.
Ya extrañábamos
“nadar” entre las motitos y el contrapunto constante de sus bocinas cuando
partíamos en tren hacia los confines del país. Pero esa es otra historia.
(*) Licenciado en Turismo.
Fundador de i-Selector Travel
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