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"Y se quedó en Domínguez, sin ocupación alguna..."


Por Manuel Langsam

Así son las casualidades. Un personaje que había desaparecido totalmente de mi memoria, volvió merced a un hecho fortuito y pronto lo ví como digno de una crónica.


En la cola del cajero del Banco de la Nación, delante de mí había una señora que cada tanto se daba vuelta y me miraba. En esas conversaciones que se entablan en las colas con los vecinos, en un momento me dice:

- ¿Ud. Es de Domínguez, no?

- Si señora. Si me conoce, yo debo conocerla a ud., pero, sinceramente, no la tengo presente. ¿Ud. quien es?

- Yo soy Mercedes Benítez, me dice, y de chica íbamos primero con mi abuelo y luego con mi papá a hacer las compras en el negocio de Uds.

- ¿Y su abuelo o su papá como se llamaban?

- Yo soy hija de Nico Benítez.

Ahí se me aclaró todo.

Un personaje Nicolás (Nico) Benítez. Único hijo varón de una familia que tenía cinco hijas, se crió en el campo junto a sus padres, puesteros durante muchos años en un establecimiento de Colonia Rosch Pina, aprendiendo las tareas rurales.

El Nico obedecía y aprendía. Pero no era lo suyo. No le gustaba mucho el trabajo rural. Tal es así, que al cumplir los 18 años y obtener su libreta de enrolamiento comenzó a estar cada vez menos en el campo y más en el pueblo, sobre todo reunido en los bares con la barra de amigos que se había hecho.
Como era una época en la que había gran demanda de mano de obra para trabajar en el campo, no le faltaron ofertas de trabajo. Pero las rechazaba a todas con el argumento que no podía comprometerse por faltarle poco para su incorporación al servicio militar (era todavía la época cuando se lo hacía a los 20 años, por lo que le faltaban sus buenos dos años para el llamado…)

Pero, el tiempo pasa y le llegó el sobre con la citación y el pasaje. Y ahí andaba por Domínguez ya una semana antes del embarque con la bolsita con su documento cruzada en bandolera y exhibiendo el sobre con la llamada al servicio.

Quedó incorporado al Regimiento de Caballería de Concordia y se adaptó muy bien. Muchacho criado en el campo, acostumbrado a andar y cuidar caballos, pronto fue destinado a la atención de los poleros de un oficial, desempeñándose en forma satisfactoria. Tal es así, que al finalizar su período de servicio obligatorio solicitó quedar enganchado como voluntario. Luego de un breve curso, ya como cabo, fue destinado a la tarea de ayudante del suboficial herrador.

Era un espectáculo verlo en sus francos por el pueblo luciendo orgulloso sus tiras de cabo y pagando copas a sus amigos de antaño.

Pero tuvo mala suerte (¿o buena?) ya que cumpliendo su tarea de herrador se le deslizó del sostén la pata de un pesado percherón, no pudo retirar la mano a tiempo y le aplastó el dedo meñique de la mano izquierda.

Después de los primeros auxilios en el hospital local, fue derivado al Hospital Militar en Buenos Aires en donde estuvo casi dos meses hasta que le arreglaron la mano, pero debieron amputarle la última falange del dedo meñique de la mano afectada.

Ya no quiso volver a la vida militar. Solicitó y obtuvo la baja como accidentado en servicio y con el beneficio de una pensión vitalicia.

Y se quedó en Domínguez, sin ocupación alguna y disfrutando de su pensión como cabo retirado. De ahí en más, se la pasó contando por los bares como se había accidentado y exhibiendo como una honrosa condecoración el dedo meñique con el faltante de una falange.

Cuando su padre se jubiló, dejó el puesto y se vino a vivir al pueblo. Pero, después de tantos años de servicio siempre en el mismo campo, pidió ser reemplazado por su hijo Nico, a lo que el patrón accedió.

Cuando lo llamaron para ofrecerle el trabajo, el Nico respondió muy serio: Pero que lástima: no puedo aceptar. Como yo soy “acidentado” del ejército, la ley me prohíbe que haga cualquier trabajo afuera…

Y nunca más hizo algo en el resto de su vida.

(Foto ilustrativa: Herrajes Andújar).

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