.
Por María Mercado Doval (*)
Nos conocimos una primavera de las más húmedas que recuerda el litoral, ese año las chicharras no pararon de cantar y ese septiembre no cesó de llover. Mi prima María Delia había sido elegida Reina de la Fiesta Nacional del Mate en febrero y su reinado consistía en visitar poblados recónditos y otras fiestas nacionales, la del Arroz en San Salvador por ejemplo. Hasta allí nos fuimos con toda la comitiva en la que yo estaba incluida por ser una excelente maquilladora. Y ahí se me vino todo abajo. Donde comenzó todo.
Abelardo iba con la que sería su ex novia, Martita Etchemendigaray una misionera Reina Nacional del Inmigrante, la odié enseguida. Rubia por demás, en ella se resumían todas las vertientes que poblaron nuestro suelo, era imposible no mirarla. María Delia, mi prima, quedaba bastante opaca a su lado por lo que me esmeré en los rubores y labiales pero no hubo caso, Martita arrasó con el podio, la foránea.
Junto al escenario encontré a mi pariente llorando, preguntándose por qué no había nacido con el cabello color del sol o más alta o más flaca o más cualquier otra cosa, así que ahí estuve un buen rato consolando a mi prima que a cada rato exclamaba: ¡maldita italianidad! (no sé si esa expresión existe pero ella la decía a viva voz) Entre sus lágrimas, vi a la rubia triunfal señalando con su tiara al que luego sería mi prometido, Abelardo.
Ella y él se habían puesto de novios por conveniencia, él era el hijo del Intendente de Oberá y ella la más bonita del pueblo así que no había más que hablar; logrado este nuevo cetro ella decidía soltarlo para tomar nuevos rumbos. El pobre de Abelardo salió corriendo estación de trenes abajo, como siguiendo las vías y yo, que de consuelos sé mucho, fui a ver qué tenía, qué le pasaba.
Ahí entre los yuyales, en ese baldío, fue que me dio un beso. Creo que fue apresurado, en el Colegio del Divino Rostro jamás lo hubiesen consentido, pero me la aguanté igual, estoica, haciéndome la que tenía experiencia en besos y arrumacos.
Lo que vino después ya ni viene al caso nombrarlo. Yo terminé el secundario, él se mudó a Paraná, empezó a trabajar en el IAPV por lo que ligó una casita cerca del Hipódromo a donde fui yo a parar luego de terminar mis estudios de Enfermería y a donde él pensaba que criaríamos nuestros hijos. Ahí, por ese patio de luz y en un abril más cercano, fue por donde se entró toda el agua del río, toda la vertiente amazónica que me inundó enormemente la vida.
El casamiento estaba pensado para enero, sí, con el calor de enero Abelardo y yo daríamos el sí y se me fue en diciembre. En diciembre cuando nadie habla de otra cosa que de vacaciones yo perduraba en efluvios de amor, sostenida sólo por el candor de los besos de mi prometido.
Abelardo se fue rápido, sin decir demasiado, aduciendo mi inmadurez, mi incapacidad para tener hijos, mi rencor para con la rubia, mis padres sin apellido, mi falta de esmero profesional, mi estancamiento en la ciudad paisaje, mi eterno dolor de vientre, mis canciones matinales, mi frustración por lo de aquella vez en el coro del Milagro, mi sensación eterna de calor en las orejas, todo lo mío.
Hundida en una desazón sin par, me puse a escribir.
Paraná, 17 de abril de 2016
Abelardo:
Amor de mi vida, me dejó pensando en Ud. ¡Ay de Ud.!
Lo recuerdo con dolor cuando preparo tarta de mandarinas, lo recuerdo con amor cuando a la playa de Villa Urquiza voy, lo recuerdo con ansias cuando me compro unos Viceroy y me los fumo a toditos, lo recuerdo con ahínco cuando me anoto a maratones y lo recuerdo con pasión cuando veo mis bragas colgando de la soga.
Selecciono una a una las estampitas más raídas y las pongo en hilera, algún santito me lo devolverá entero y eterno. Yo rezo por Ud. y su vuelta. Yo a Ud. lo quiero conmigo ahora, para juntos ir al super a hacer la compra, para preparar un guiso. ¡Ay del otoño sin Ud.!
Yo lo sigo esperando, Abelardo. Ya me hice muchas preguntas y ahora me toca hacérsela a Ud.
Abelardo, ¿a la vela más grande se la prendo a Santa Lucía o a San Martín de Porres?
Carmencita B.
Le escribí esa carta en un acto total de arrojo, esperando quizás una respuesta. Una breve esquela que nunca llegó y me di por vencida cuando empezó el lapacho, enajenado, a florecer en agosto. Días después me sumí en una terrible soledad, cuando me vi comiendo de parada en la mesada de mi cocina.
(*) El relato se publica hoy en el diario Uno Entre Ríos. Foto: mujeresqueescriben
0 Comentarios