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Jorge Lanata se enteró a los 55 años de que era adoptado


En su nuevo libro ‘56’, editado por Sudamericana, un Jorge Lanata "nacido nuevo" cuenta su trayectoria como periodista, sin omitir el vuelco que dio su vida cuando se enteró de que era adoptado


El comienzo es una confesión. O una catarsis. O ambas. "Soy adoptado. Lo sé desde hace pocos meses. Tenía cincuenta y cinco años cuando me enteré". Así empieza el último libro del periodista Jorge Lanata, titulado con su edad, '56'. Saldrá a la venta la semana que viene, publicado por Sudamericana.

Con el correr de esas primeras páginas se entiende el por qué de la autorreferencia en una antología periodística. Pero todo tiene un principio, su 'Día D'. "Liliana llamó a Sara (Stewart Brown, su ex mujer y madre de su hija Lola) y se encontraron en un bar. Eso solo era extraño: Liliana, mi prima de Mendoza, viene poco a Buenos Aires y cuando lo hace nos vemos en mi casa. Sara y yo llevábamos unos meses de haber realizado un trasplante cruzado; quizá el sobrevuelo de la muerte había llevado a Liliana a romper el secreto. Al día siguiente nos vimos los tres en casa, y Liliana repitió la historia: ella era chica y había escuchado, de casualidad, a su padre Emilio hablando con un tercero. Hablaban de mi adopción. No sabía más, y lo había callado durante toda su vida. La única que podía saber, la única Lanata que quedaba viva, en verdad, era mi tía Negra. Carmen Billy Lanata, le habían puesto Billy por 'Billy the Kid'. Perdió un hijo de veinte años hace mil y vive en un viejo edificio de la calle Montes de Oca. La Negra se resistió a dar los pocos detalles que dio: mamá había tenido un parto fallido de mellizos y, por amigos de Mar del Plata, tomaron contacto con una partera: mi madre era una chica rica del interior de la provincia, madre soltera. La Negra no recordaba el apellido, cree que mi fecha de nacimiento era la verdadera, mamá venía fingiendo un embarazo y pasó una temporada en Mar del Plata hasta que volvió conmigo. Me hizo jurar que nunca iba a contarlo. Y después me dijo que todos lo sabían".

El propio Lanata reconoce que "no es normal comenzar una antología periodística con una confesión personal", pero se encarga de aclarar que "no podría escribirla de otro modo", que desde que se enteró, en su cabeza "no hay verdad para otra cosa", que "evitar ese dato echaría sombra sobre todos los demás", que eso es lo que es ahora: un hombre "nacido nuevo de preguntas".

Porque justamente las preguntas, dice Lanata, es lo que hace al periodista. "Soy periodista porque tengo preguntas. Si tuviera respuestas sería político, religioso o crítico. Por eso el periodismo militante es la antítesis de lo que soy: ellos están llenos de respuestas y están dispuestos a aplicarlas. Soy periodista porque no sé. Preguntar es un modo de desobedecer, de cuestionar. Al objeto o al sujeto que está ahí se le pregunta: ¿sos lo que decís?, ¿sos lo que mostrás?, ¿qué sos? Preguntar es cuestionar y cuestionar es conocer", reflexiona en el prólogo.


Es imposible continuar sin resaltar dos datos de la biografía de Lanata.

Por un lado, la relación del periodista con el tema de la identidad lleva varias décadas, ya que cuando trabajaba en el diario Página/12, en los primeros años del regreso de la democracia, fue uno de los primeros periodistas en ocuparse de la identidad de los hijos de detenidos nacidos en cautiverio y entregados en adopción. Hoy prácticamente nadie tiene dudas al respecto: la identidad es un derecho de todo ser humano que trasciende lo biológico. En Lanata ese derecho se convirtió en una pregunta. La respuesta de esa tía Negra no cerró caminos. Los abrió.

Segundo: Un dato de su historia que hoy toma otra dimensión, seguramente, en la vida del periodista. Y que conmueve. Su ex pareja y madre de su hija, Sara, también sea adoptada. Pero la historia es distinta. Ella siempre supo la verdad. Siempre se habló del tema en su casa. Pero fue Lanata quien la ayudó a buscar a su madre biológica. "Ella tenía que conocer a los padres, aunque sea para putearlos. Si a mí me hubieran dejado yo hubiera querido saber quiénes eran, si me parezco, por qué me dejaron", dijo el periodista hace un tiempo.

Varias respuestas trastabillaron luego de esa revelación nasal que abre su libro. "Lo primero que pensé cuando lo supe es que las largas manos de pianista de Bárbara, mi hija mayor, no venían de las manos de mi mama", confiesa. Y entonces, aparece el origen de su vocación. Lanata cuenta que pensaba que su pasión ("o necesidad") por el periodismo tenía que ver con la mudez de su madre, a quien un tumor cerebral le impedía poner en palabras lo que pensaba. Entendía, pero no hablaba. "Mamá no podía responder, yo preguntaba. Ahora sé que ella no era ella, o sí lo era pero de otro modo, y que mis preguntas intuían un secreto que busqué sin proponérmelo, casi toda mi vida. Si 'ellos' no eran ellos, yo ¿era yo? La pregunta es idiota", reconoce.



"Pero no era mi madre -insiste-, aunque fue mi destino. Ahora sé que entonces volví a ser adoptado y crecí con mi tía y mi abuela. En el pequeño y oscuro comedor de Chenault 117 había algunos libros: parte de mis primeros años me la pasé leyendo al azar cuatro tomos de la Enciclopedia Espasa-Calpe. Mi interés por Tutankamón surgió de casualidad: uno de aquellos tomos correspondía a la letra T. Una vez —no puedo saber la edad— dibujé en una hoja de cuaderno sobre la mesa del comedor dos tumbas. Una ruta que terminaba en dos tumbas. Mis padres, escribí, y rompí el papel. Ahora me pregunto si eran ellos, o los que no conocí nunca".

La cita vuelve con una constante de esas primeras líneas: el rol de la pregunta. Y la respuesta, que es la que en el fondo mueve al periodista. Es en este punto donde cobra sentido una anécdota, que trasciende la escena misma. Una discusión con su padre cuyo contenido cambió de sentido con la revelación de su adopción -que no salió de una pregunta, sino de una confesión-. Ocurrió en el garaje de una casa sobre la avenida Luis María Campos, donde su papá guardaba un Chevrolet '51. Fue a los gritos:

—¡Parece que no fueras…! —me dijo

—¿Parece que no fuera qué? —pregunté.

Y dio un portazo. Ojalá me lo hubiera dicho. (Fuente: Infobae)

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