'Historias de viajes', por Emilio Nogueira, desde hoy en EL PUEBLO
Emilio Nogueira es de Villaguay. Se describe como un viajero crónico. Cuenta que es melómano desde chico y que empezó a coleccionar música en la adolescencia. Esa costumbre se convirtió, años más tarde, en la excusa perfecta para recorrer el mundo a la caza de discos difíciles. Descubrió así su otra pasión: viajar para hacer lo que más le gustaba.
Más adelante optó
por diseñarse sus viajes para lograr sus propias experiencias: después sus
amigos le pidieron que se ocupara de ellos y así supo cuánto le gustaban esos
desafíos.
Hoy es Licenciado
en Turismo y fundador, junto a Elena, su mujer, de i-Selector Travel, una
empresa que brinda experiencias de viaje personalizadas. Su pasión por viajar y
la necesidad de tener todo más cerca lo llevó a instalarse con su familia en
Liguria, Italia.
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Roma: clásica y eterna
El sol de la tarde brillaba sobre el Mediterráneo cuando el avión giró en dirección al Aeropuerto de Fiumicino. Era nuestra primera visita a Italia.
Gracias a una eficiente señalización y a algunas escaleras mecánicas, pocos minutos después estábamos sobre el tren rápido a Termini, el centro neurálgico de una amplia red de transporte compuesta por colectivos, tranvías y trenes subterráneos. La austeridad del trazado de los subtes -solo dos líneas- convierte a los buses en la mejor alternativa para moverse fuera del centro histórico. Cuentan que ha sido imposible excavar a distintas profundidades sin toparse con enormes vestigios del Antiguo Imperio. Como toda estación central de una gran ciudad, Termini es una zona muchísimo más práctica que agradable. Allí nos esperaba nuestro anfitrión para llevarnos al hotel en Trastevere.
Norberto tenía aproximadamente unos 40 años, era locuaz y extrovertido y espontáneamente se desvió del camino más corto para ofrecernos un breve paseo por el centro storico. El recorrido terminó siendo una rápida y efectiva inmersión en la cultura local, que a mi entender es lo más valioso del arte de viajar: experimentar la vida y las costumbres de las comunidades que se visitan.
Nada más romano que un auto pequeño (Elena celebraba tener poco equipaje) y un conductor audaz que elegía sobre la marcha cuáles normas de tránsito respetar. Ansioso por ilustrarnos, Norberto huía velozmente por la Via Nazionale, solo interrumpido por alguno de los semáforos que insistían en mostrarse rojos, mientras intercalaba escuetas referencias históricas a lo poco que podíamos ver a 70km/h.
Así fue como llegamos a la Fontana di Trevi, inmortalizada por Anita Ekberg en la película La Dolce Vita, en donde nuestro anfitrión nos tomó la foto de rigor pero no nos permitió tirar la moneda como manda el ritual porque "mañana temprano se la lleva la Comuna", dijo, con un tono un poco anárquico. Nuevamente subimos al Fiat que se escurría por las angostas y ocres callecitas hasta estacionar justo frente al Panteón, un ícono del Imperio construido hace casi 2000 años que ostenta la cúpula más antigua del mundo y que aún hoy funciona como iglesia. Para completar la experiencia decidió ir a Sant Eustachio, un clásico café de camino a la mítica Piazza Navona, quizás la muestra más completa de arquitectura barroca. El lugar funciona desde 1938 y es pequeño, alegre y ruidoso; tan famoso por servir café tostado a leña con agua del antiguo acueducto como por sus habitués de aire fellinesco. En Italia un café significa una pausa fugaz: el ristretto se toma en dos sorbos y de parado. Rápidamente estábamos otra vez en el auto.


El Trastevere está al sur del centro histórico, separado por el Río Tíber. Allí estaba nuestro hotel escondido en un típico palazzo romano. El barrio tiene una atmósfera bohemia y muchas alternativas: desde galerías de arte abstracto hasta tiendas de diseño, ristorantes con manteles a cuadros hasta pizzerías al taglio con masa crocante, ideal para comer al paso, con una sola mano.
El día siguiente nos pusimos un ancho sombrero, cruzamos la Isola Tiberina e hicimos zig-zag por el centro storico hasta la Piazza del Popolo. Exhaustos desplegamos un picnic con siesta y todo en Villa Borghese, un oasis verde y fresco. Una vez repuestos, bajamos por Via del Babuino para otro ritual insoslayable: el aperitivo frente a las escalinatas de Piazza di Spagna. Se trataba de un fosforescente Spritz flanqueado por diversas bruschette, prosciutto y olivas con peperoncino.
El sol de la tarde abandonaba la terraza del Hotel Hassler cuando nos prometimos volver a Roma. Y volvimos. Pero ésa es otra historia.
Emilio Nogueira
Emilio Nogueira