"Los chiquilines sabíamos desde siempre que ésa era la casa de la lunática"
Por Manuela Chiesa de Mammana (*)
Cada atardecer de
septiembre, la cerca comenzaba a cubrirse de una pequeñas florcitas blancas,
apenas olorosas. Poco a poco se iban cubriendo los huecos que el invierno había
provocado en los tallos más viejos de la ligustrina. La antigua
construcción de grandes habitaciones y ventanas con postigos estaba bastante
separada de la cerca, lo cual la hacía casi inexpugnable.
Los chiquilines
sabíamos desde siempre que ésa era la casa de la lunática, a quien nadie
conocía sólo por los gritos que de vez en cuando irrumpían desde la quinta más
cercana.
Pasaban
temporadas enteras que no me acordaba de la lunática pero cuando llegaba la
primavera la excusa de la floración del cerco me llevaba allí una y otra vez
con una curiosidad enfermiza para saber algo más. En mi inocencia cándida y
superficial creía que lunática quería decir haber dormido con la luz de la luna
llena sobre la cabeza.
Nunca logré ver
ni escuchar nada, porque entre la curiosidad y el deseo estaba el miedo que me
paralizaba de pensar en descubrir algo.
Probablemente
entre el vecindario existía un pacto de silencio o de solidaridad con aquella
familia que cuidaba una persona enferma.
Pasaron dos o
tres primaveras más, recorrí la cerca florecida como todos los años y nada pasó
que aportara algo al viejo suceso.
Siendo
adolescente ya, mi familia se mudó al pueblo vecino y mis intereses cambiaron
totalmente de rumbo.
Sin embargo
cuando las estaciones se vuelven cálidas y floridas mi pensamiento vuela hacia
la cerca, a la ligustrina y al misterio que encerraba aquella casona. El paraje sigue igual y la natural sabiduría
del paisaje reproduce los ramilletes blanquecinos como en aquel entonces.
(*) El texto forma parte una serie de cuentos y retratos del
antiguo Villaguay.