Camino al ferrocarril
Por Manuela Chiesa de Mammana (*)
Camino al
ferrocarril, en las últimas cuadras, donde la edificación se ralea
notablemente, existe todavía, un gran caserón amarillo con ventanas de pesadas
celosías herrumbradas. Hubo un tiempo en que su ancho patio se veía desde la
calle y aunque uno no quisiera tenía algo que incitaba a mirarlo.
En aquellos años,
en las calles aledañas se juntaban changarines y desocupados que ganaban algún
jornal cuando llegaban las trenes de carga, lo cual volvía inseguro ese paraje
despoblado.
Generalmente a la
hora de la siesta, cuando no andaba nadie por las calles, si alguien acertaba a
pasar por allí se oía una canción lejana y lastimera que parecía provenir del
gran patio de la casona. Como un desconsuelo irremediable en la soledad de la
tarde. Suficiente para alentar la amarga leyenda sobre ese sitio.
Algo muy antiguo
quedaba en el lugar, un viejo palenque junto a la puerta que cruzaba el jardín,
y un pilar de hierro, como el sostén de la margarita del molino, al final del
patio.
En épocas del
caudillaje, allí tuvo una quinta Polonio Velázquez, el hijo mayor de Crispín.
Usaba el lugar para retener prisioneros que luego mandaría al cepo en Palmas
Altas.
En las Partidas
Municipales de Villaguay consta quiénes eran los linderos de esa propiedad en
1882. Los descendientes de uno de esos linderos aseguran que en el potrero
donde después fue el gran patio, murió Rufino Corbalán, dueño del almacén de
Ramos generales, en Mojones, a quien los Velázquez habían despojado de todo.
Leyenda o
realidad allí está ese caserón amarillo con su canción lastimera a la hora de
la siesta, como si alguno de aquellos presos todavía llorara su destino.
(*) El texto forma parte una serie de cuentos y retratos del
antiguo Villaguay.
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