Pueblo

Por Manuela Chiesa de Mammana (*) 
      Perdido en la llanura vibrante y repetitiva había un pueblo sereno, con álamos atardecidos, coches alrededor de la plaza y un fuerte olor a pan fresco.


      En las mañanas tibias de invierno, los juegos en la vereda, bolillas o figuritas. En las noches veraniegas, los inolvidables cuentos en la esquina del surtidor de agua. No había sobresaltos.

      En medio de días silenciosos y apacibles, vivían personas importantes para el quehacer cotidiano.

      En un pequeño jardín, camino al balneario, Mireya Arroyo, la artesana de la cestería. Cabeza gacha, silla baja, el junco entre las rodillas, distante en su mundo, tejiendo las trenzas de fibra que luego uniría en un cesto. Mientras, las horas pasaban entre sombra de paraísos y aroma de madreselva. Nada inquietaba aquella mansedumbre.

      El Negro Medina, zapatero remendón del viejo camino al ferrocarril, derroche de paciencia en cada clavo que sacaba de los labios, y derroche de pobreza en ese galponcito decrépito enriquecido con el banco de zapatero, confidente de parroquianos sin apuro.

      Catalina, la verdulera, delantal de griseta sobre el pollerón y una canasta en cada lado. Un centavo por atadito y un diálogo por zaguán. Al regreso, en la canasta de la izquierda, la galleta fresca, en la otra, el puchero diario.

      Un día todo cambió. Mireya, el Negro Medina y Catalina dejaron de tener protagonismo.

      Las noches fueron más húmedas y profundas y el encanto de aquella soledad llena de contenido interior, desapareció. El pueblo enriqueció su apariencia. Más dinamismo, más modernidad en las costumbres. Ahora en la complejidad de este nuevo escenario deberemos saber buscar los paradigmas que harán a su esencia.


(*) El texto forma parte una serie de cuentos y retratos del antiguo Villaguay.

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"En medio de días silenciosos y apacibles, vivían personas importantes para el quehacer cotidiano".


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