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"Justo hoy se me dio por hacer trabajos de escritorio"


Por Manuel Langsam

Severo tenía un buen empleo. Estaba conforme y no perdía oportunidad para alardear sobre su buena condición de trabajador y cumplidor de sus tareas. Siempre recalcaba su predisposición de trabajar duro, levantarse antes del amanecer y, después de unos mates, recorrer el campo, ver la hacienda, observar los alambrados y rendirle el máximo a su empleador.


Había entrado joven como mensual en una estancia  de Raíces, extensa y con costa sobre el Gualeguay, propiedad de un señor inglés que repartía su estada entre Buenos Aires y la estancia. A medida que fue avanzando en su edad, este hombre quedaba cada vez más tiempo en Buenos Aires y delegaba responsabilidades en Severo.

Llegó el día en que nuestro hombre de peón pasó a encargado, con varios peones a sus órdenes y con el patrón que solo venía una o dos veces al año a su propiedad.

Había que verlo a Severo orgulloso los días que venía a Villaguay. Pagaba copas a sus amigos y se convirtió en asiduo concurrente al Centro Tradicionalista Crispín Velazquez, en donde llegó a ser persona destacada. Montaba siempre muy buenos caballos y ensillados con admirados aperos. Eso ocurría solo los fines de semana. Y los domingos se retiraba temprano porque al otro día tenía  “que madrugar y recorrer los potreros”.

En una oportunidad tuve que concurrir a esa estancia porque  habían recibido una tropa de vaquillas importadas del Uruguay y correspondía hacer la inspección sanitaria y disponer la cuarentena  de rigor.

Fue en una época en que las comunicaciones no resultaban tan fáciles como ahora por lo que no pude anunciar mi visita pero, con la fama que tenía Severo de madrugador y trabajador pensé que seguro lo encontraría ocupándose de esa hacienda.

Era verano y llegué a eso de las diez de la mañana (tuve que hacer otros trabajos previos por Raíces).
Cuando ingresé me encontré con la casa cerrada y en absoluto silencio, pero salieron a recibirme cinco o seis perros que, después de unos ladridos, volvieron a echarse en la galería. La sola presencia de los perros me indicó que en el campo mi hombre no estaría. Nadie sale a recorrer un campo de monte sin llevar sus perros.

Por lo tanto, di la vuelta por la casa, golpeé varias veces las manos y llamé a la puerta. Nada. Sin respuesta. Ya iba a volverme y toqué varias veces la bocina del auto como último intento.
Entonces noté que se entreabría  levemente la puerta y después del todo. Y aparece Severo, con los ojos chiquitos e hinchados por el sueño, despeinado y a medio vestir. Indicios claros que recién se levantaba.

Se sorprendió al verme y seguro pensó que se caería su  conocido alarde de “hombre madrugador y trabajador”… pero reaccionó al instante y me dijo:

"Ja… tuvo suerte en encontrarme… justo hoy se me dio por hacer trabajos de escritorio… que si no, no me hallaba en la casa…"

Nunca mencioné este hecho. No valía la pena echar a perder su fama de “gaucho madrugador”. Y, aunque nunca me dijo nada, sé que íntimamente me lo agradeció.

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