'El metejón', por Manuel Langsam


No creo en los consejos de los demás.  Y menos aún los creía cuando era joven. Ahora, con el correr de los años, estoy más predispuesto a aceptarlos. Pero antes debí soportar algunas experiencias desagradables y que me fueron marcando en la vida.



A mí me pasó y hoy, a la distancia, puedo contarlo y ver cuánto puedes equivocarte por seguir impulsos errados.

Sucedió esto: la ví por primera vez en una linda tarde otoñal que invitaba a salir a caminar por la ciudad. No me detuve pero su imagen me quedó grabada. Tal es así que al otro día, y los siguientes, pasé por el mismo lugar, observándola cada vez más entusiasmado. Decidí que, en algún momento, más bien pronto que tarde me decidiría a acercarme. Después de un tiempo, ya resuelto, me detuve, la abordé y me convencí que debía quedarme con ella.

Y ahí fue el  momento en que no hice caso al consejo de mis mayores que me decían que no me apure, que si era de la ciudad, alguien debía conocerla, que averiguara sus antecedentes ya que podría aparentar una  bondad ficticia y ser otra cosa.

Pero no hubo forma de convencerme. El metejón era grande y ya estaba decidido. Finalmente, la traje. Quedé muy conforme. La miraba y me alegraba de tenerla a mi lado. No le hice faltar nada.
Todo lo que necesitaba se lo daba. Y no eran cosas baratas…

Cada vez se me hacía más difícil mantenerla. Y, además, empecé a encontrarle algunos defectos que no advertí en mi entusiasmo inicial.

Al fin, sucedió lo que me temía. Me dejó plantado y con deudas. Pronto, como pude, me deshice de ella. Y, desde ese día, nunca más compré una camioneta usada.

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