La calle... ¿lugar o no lugar?
Por Eduardo Julio Giqueaux (*)
- ¡¡¡Mamáaa!!!, me voy un rato a lo de Miguel...
-¡¡Vos no vas a ningún lado!!, resonó con firmeza una voz en la distancia. Lo único que hacés con Miguel es andar en la calle... ¡¡vos te quedás adentro!! -enfatizó la madre-. ¿Oíste bien? !Adentro! Estos mocosos –terminó balbuceando para sí, a la manera de un infructuoso y reiterado rezongo- no hacen más que callejear ¡¡Viven en la calle!!... y en la calle lo único que se les pega es la "mala junta"-.
Cuántas veces, siendo niños, habremos escuchado barbotar estos refunfuños en la boca de nuestros padres. ¡Qué atracción ejercía sobre nosotros la calle! ¡Y con qué disgusto nos quedábamos "adentro" cuando nos "cortaban" la salida!
A fuer de sinceros, reconozcamos que entre el "adentro" y el "afuera", entre la casa y la calle, no había entonces confusión posible: la calle era la libertad, el vagabundeo, las correrías; la casa era la reclusión, la penitencia, el castigo. "Si te llegás a portar mal, te quedás sin salida". ¿Lo recuerdan? Un zaguán, una puerta cancel o un portoncito, hacían la enorme diferencia. A veces, simplemente el umbral.
Si quisiéramos rastrear un poco los datos de la antropología, no tardaríamos en advertir que los umbrales (de la clase que se los imagine) han tenido siempre, en todo tiempo y lugar, la delicada y riesgosa misión de separar mundos. En todos los órdenes de la vida nos topamos con ellos. Acotan nuestros impulsos. Nos acosan. No podríamos eludirlos aunque quisiéramos: en cierto modo alinean y definen nuestra existencia. Nos orientan, pero también nos intiman y, a la postre, se nos imponen. Tienen la mágica virtud de retenernos sin impedir nuestros pasos. De convertirnos en dóciles observantes o insumisos infractores.
Las diversificaciones sociales han existido desde siempre. A veces, especialmente en las culturas antiguas, hasta los difuntos eran incluidos en ellas. Desde que el mundo es mundo, los hombres se han diferenciado entre sí y se han agrupado, sin dejar de lado la similitud de bienes y de ingresos, también en función de otros factores de nivelación como por ejemplo los roles que desempeñan dentro de sus comunidades, su cultura, sus intereses, sus costumbres, su forma de vida, etc. Precisamente, en "Sociología y Cultura", Pierre Bourdieu define el concepto de clase haciendo hincapié en estos diferentes aspectos. De este modo, advertimos que la conformación de las clases se fue estableciendo paulatinamente a partir de ciertos criterios que lograron mantener a lo largo de los años un reconocimiento más o menos estable y definido. Aunque en sí mismas mucho más abiertas y móviles, se solía igualmente relacionarlas con las castas de la India o los estamentos del medioevo.
El sociólogo y antropólogo norteamericano William Lloyd Warner, de la Universidad de California, propuso hace tiempo una clasificación que, criticada por muchos y utilizada por muchos más, se volvió célebre y permaneció por años abasteciendo los capítulos de los textos de sociología; aún hoy es difícil hallar un libro sobre la especialidad que deje de mencionarla. Después de los trabajos de Marx, la idea de clase experimentó una profunda resignificación y de ahí en más, hasta nuestros días, el factor económico se relacionó con ella de una manera más o menos prevalente. En este sentido pueden consultarse las investigaciones de Antonio Gramsci, Niklas Luhmann, Bourdieu, quien las relaciona con los diversos tipos de capital que condicionan la posición de los individuos en el espacio social, Manuel Castells, Eduardo Bustelo y otros, tan sólo por citar algunos.
Las crecientes dificultades que atraviesan los países emergentes y los niveles de pobreza que en la mayoría de ellos han crecido según las estadísticas en forma exponencial –más allá de la "pobreza estructural", que en cierto modo, como se la ha definido, es una especie de "pobreza histórica"- han inducido al sociólogo Alberto Minujín a describir con precisión las circunstancias que impulsaron la caída de la clase media -ideológicamente tan heterogénea, en opinión del profesor Peter Heintz- y determinaron su incorporación a una nueva franja poblacional que se ha dado en llamar la "nueva pobreza": "Entre los principales perdedores –escribe Eduardo Bustelo, refiriéndose a esta situación- se encuentran los sectores medios, que no sólo ven descender sus ingresos sino que experimentan un aumento de su inseguridad vía empleo y acceso a bienes y servicios" (E. Bustelo: De Otra Manera. Ensayo sobre Política Social y Equidad. Homo Sapiens. Argentina. 2000, 72).
En nuestro país, los datos que proporciona hoy el INDEC acerca de los "nuevos pobres" son verdaderamente escalofriantes: hasta hace muy pocos meses, en ausencia de información fidedigna y al margen de quienes no cesaban de vocinglar una potencial recuperación, los niveles de pobreza habían ascendido considerablemente, y lo habían hecho hasta el punto de rondar -según la opinión de muchos encuestadores- una cifra nunca antes sospechada, que estaría superando con cierta holgura el 30% de la totalidad poblacional.
Sin dudas, el incremento de la pobreza -y no sólo de la pobreza económica- ha generado la necesidad de una redefinición de los agrupamientos sociales, redefinición que inevitablemente ha resultado y seguirá resultando difícil, compleja y fluctuante.
Cristino Barroso Ribal –egresado de la Universidad Complutense de Madrid y doctorado en ciencias políticas y sociales- llevó a cabo hacia fines del siglo XX (1997) un estudio acerca de la estratificación social en las Canarias, y concluyó proponiendo un sistema que alcanzó una rápida divulgación entre nosotros: de acuerdo a los criterios utilizados en su trabajo, decidió establecer tres niveles bien diferenciados: integrados, vulnerables y excluidos sociales. Niveles que también otros autores han desarrollado, entre ellos los ya citados Bustelo y Minujin, cuando al hablar de la igualdad y la política social en algunos países de América latina, reconocen concretamente la existencia de "sociedades formadas por un grupo plenamente incluido, un amplio grupo en condición de vulnerabilidad y finalmente, un sector excluido económica y socialmente".
El crecimiento de la exclusión condujo rápidamente, como era de suponer, a una creciente desorganización de las estructuras sociales, desorganización que, por un motivo o por otro, terminó con mucha gente en la calle, fuertemente impulsada por el afán y la desesperación, precisamente, de "hacer la calle". Y a partir de este hecho, se ha venido generando una cuestión que nos parece digna de la mayor importancia: la invasión del espacio público de una manera no circunstancial -o bien del espacio no ocupado- y la imperiosa necesidad de una reconstrucción de la identidad social, por muchos reclamada, impuesta forzosamente por esta nueva situación.
Hasta hace no muchos años, la casa definía sin mayores posibilidades de error un límite capaz de circunscribir y diferenciar con precisión el ámbito privado de los escenarios públicos, la calle, por ejemplo. Hoy, en cambio, la situación parece haberse invertido: los espacios públicos se hallan sometidos a un creciente proceso de apropiación, que va trastocando con inusual rapidez el concepto mismo de espacio privado, espacio del que con frecuencia y ante la falta de utilización -según se oye decir, cada vez con mayor frecuencia- quedan visiblemente expuestos a toda suerte de utilización.
Hoy, sin dejar de ser enteramente lo que era, especialmente en las pequeñas ciudades, la calle se ha convertido en una realidad muy diferente, en una realidad en la que los niños y los jóvenes aparecen muchas veces protagonizando las situaciones más dolorosas, más inhumanas y vergonzantes. Se ha transformado en una entidad recubierta por una significación completamente diferente, en un "concepto" que ha ido asumiendo en forma progresiva una denotación profundamente resignificada; se ha revestido, obedeciendo a los dictados de una lógica de la necesidad, de un nuevo estatus social y epistemológico: ha dejado de ser un "no-lugar", es decir, un lugar de circulación por donde miles de personas transitan y entrecruzan diariamente sus historias sin relacionarse -aunque en la práctica cotidiana lo sigan haciendo- y se ha transformado para muchos –por esa dinámica que ciertos y reiterados avatares son capaces de imprimir a los procesos sociales- en un lugar, con la significación que a este término le fuera asignada por el sociólogo francés contemporáneo Marc Augé. La calle ya no representa, como ocurría en nuestra infancia, el camino para hacer los mandados o para ir a la escuela, el espacio elegido para jugar y divertirse con los amigos de la "barra" pueblerina, una posibilidad para la recreación y el esparcimiento, el escenario para urdir las más variadas travesuras lejos de la vigilancia de los mayores; ahora se ha convertido en un lugar inquietante, en un espacio de potenciales peligros que estimula el crecimiento de la ansiedad y origina toda clase de preocupaciones y angustias, en un lugar donde se vive, se come, se trabaja, se deambula, se busca la "oportunidad", se duerme, se delinque, es decir, en un habitat destinado a albergar a los sufrientes de la más extrema pobreza, a los sin techo, a los adultos marginados, a los "chicos de la calle". La calle es la intemperie. La intemperie existencial.
"Quien se proponga observar con honestidad y sin prejuicios el escenario en el que vivimos los habitantes de esta sociedad y de este tiempo –ha escrito Sergio Sinay en "La Sociedad de los Hijos Huérfanos" verá niños y adolescentes a la deriva, librados a un destino incierto o destinados a ser presas de todo tipo de mercaderes, de manipuladores ideológicos, de operadores mediáticos, de impunes experimentadores pedagógicos, psicológicos, psiquiátricos y farmacológicos" (Ediciones B Argentina. Bs. As. 2008, 9). Existen, es verdad, innúmeras organizaciones privadas y públicas, nacionales e internacionales que tratan con verdadero esfuerzo de paliar los efectos de la pobreza y devolver al ciudadano una vida digna y decorosa. Ayudan. Ayudan mucho. Pero están lejos de ser suficientes. Son importantes, pero no constituyen la verdadera solución del problema. Hoy, la calle ya no es tan sólo una vía de circulación por donde se movilizan diariamente miles de personas y se transporta toda clase de insumos y mercaderías: para mucha gente -reiteramos- es un lugar donde se está, donde se vive, donde se piensa, donde se desea, donde se sueña, donde se agoniza, donde se muere. Un lugar donde, cruda y simplemente, se es hasta dejar de ser. Desde el punto de vista de las representaciones sociales y a raíz de infortunadas circunstancias, se ha convertido asimismo en un verdadero "foro popular", donde las "puebladas", los cacerolazos, los apagones, la quema de neumáticos, las marchas, los cortes y los piquetes representan los "argumentos" demandantes de estos improvisados "legisladores" callejeros que asumiendo en ocasiones el papel de jueces también sancionan y condenan.
Más allá de su sentido sociológico original, los "lugares" se han transformado en una tentación rebosante de posibilidades furtivas y "provechosas", y los "no lugares", en bastiones o reductos de asentamientos que se defienden y retienen aún a costa de las propias vidas: léase calles, andenes, rampas y pasillos, escaleras, atrios, veredas, plazas, puentes, parques, autobuses, trenes y tantos otros. Quienes viven en sus casas miran con desconfianza a los habitantes de la calle, y los habitantes de la calle acechan codiciosamente a quienes viven en sus casas. Recelan unos de otros, se espían. Y se ha establecido así un nuevo tipo de relación social entre quien vigila desde adentro lo que pasa afuera y quien desde afuera observa lo que pasa adentro. "Los miedos contemporáneos -subraya acertadamente Bauman, comentando a Nan Elin-, típicamente "urbanos", a diferencia de aquellos que antaño condujeron a la construcción de las ciudades, se concentran en el "enemigo interior". Quien sufre este miedo se preocupa menos por la integridad y fortaleza de la ciudad en su totalidad-como propiedad y garantía colectivas de la seguridad individual- que por el aislamiento y la fortificación del propio hogar dentro de aquella. Vecindarios cercados, espacios públicos rigurosamente vigilados y de acceso selectivo, guardias armados en los portones y puertas electrónicas; todos ellos son recursos empleados contra el conciudadano indeseado más que contra los ejércitos extranjeros, los salteadores de caminos, los merodeadores y otros peligros desconocidos que aguardaban más allá de los portales" (Z.Bauman: La Globalización. F.C.E. 2008, 65).
Este cambio de situación ha promovido, como era de suponer, una resimbolización de los umbrales. El umbral siempre ha tenido el valor de un límite simbólico, ya sea de carácter físico, psicológico, sociológico o un poco de todos a la vez, pero hasta hace algún tiempo, limitaban más bien el egreso desde el "adentro", en cambio ahora procuran por diversos medios controlar y acaso impedir el ingreso desde el "afuera": rejas, visores, alarmas, porteros eléctricos, cadenillas de seguridad, mirillas, etc. Esta preocupación se ha extendido también –reconozcámoslo- a los diferentes instrumentos que se utilizan para filtrar el ingreso de los individuos a los más diversos espacios con documentación apócrifa. Ahora la vigilancia se ejerce más bien sobre el ingreso que sobre el egreso. Se habla en la actualidad, a raíz de la progresiva y multiplicada organización de inmensas bases de datos, de que la nuestra es una sociedad de control (Foucault), y la comparación con el panóptico de Jeremías Bentham resulta para muchos inevitablemente tentadora. Sin embargo, como bien lo ha señalado Bauman (La Globalización, 69), el control del panóptico estaba orientado a la vigilancia de la salida, en cambio en las bases de datos la vigilancia se reconcentra sobre la entrada: "La función principal del Panóptico -escribe- era asegurarse de que nadie pudiera escapar del espacio rigurosamente vigilado; la de la base de datos es que ningún intruso pueda ingresar con información falsa y sin las credenciales adecuadas".
Se ha replanteado de este modo toda una estructura de comportamientos donde la vigilancia del otro se instala como el núcleo primordial de la cuestión y alcanza un relieve sin dudas prominente. En esta estructura, el descuido asume categoría de negligencia, casi diríamos, de inconsciencia.
Lo cierto es que este cambio -que puede observarse en la superficie misma de la actividad cotidiana- ha modificado en forma rotunda muchas de las prácticas habituales de los habitantes de la ciudad -en especial de la gran ciudad- y ha dado origen a una nutrida gama de nuevos comportamientos: la calle se ha transformado insensiblemente en el escenario de una densa y complicada trama de relaciones sociales, se ha convertido en un mundo, ha definido una serie de estatus diversamente jerarquizados con todos sus referentes y marcos de orientación, con sus códigos propios y sus criterios y sistemas de sanciones; habitar la calle significa, hoy, ni más ni menos que asumir una nueva forma de ser en el mundo.**
(*) Eduardo Julio Giqueaux fue rector del Colegio del Uruguay 'Justo José de Urquiza' (1970-2011), Concepción del Uruguay. Es profesor de la UTN, Facultad Regional C. del Uruguay, y profesor de la Universidad de Concepción del Uruguay (UCU).
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Referencias
Bleichmar, Silvia: Violencia Social – Violencia Escolar. Noveduc. Bs. As. 2008.
Gunn, John: Violencia en la Sociedad Humana. Ed. Psique. Bs. As. 1976.
Terminiello, Oscar: Tribus Urbanas, el nuevo desafío. Bonum. Bs. As. 1998.
Girard, K – Koch, S.: Resolución de Conflictos en las Escuelas. Granica. Bs. As. 1997.
Iglesias Díaz, Calo: Educar para la Paz desde el Conflicto. Homo Sapiens. Rosario.
1999.
Bringiotti, M.I. – Palazzo, S.A.: Palabras y Espejos. Lumen. Bs. As. 2007.
Kornblit, Ana Lía (coord.): Violencia Escolar y Climas Sociales. Biblos. Bs. As. 2008.
- ¡¡¡Mamáaa!!!, me voy un rato a lo de Miguel...
-¡¡Vos no vas a ningún lado!!, resonó con firmeza una voz en la distancia. Lo único que hacés con Miguel es andar en la calle... ¡¡vos te quedás adentro!! -enfatizó la madre-. ¿Oíste bien? !Adentro! Estos mocosos –terminó balbuceando para sí, a la manera de un infructuoso y reiterado rezongo- no hacen más que callejear ¡¡Viven en la calle!!... y en la calle lo único que se les pega es la "mala junta"-.
Cuántas veces, siendo niños, habremos escuchado barbotar estos refunfuños en la boca de nuestros padres. ¡Qué atracción ejercía sobre nosotros la calle! ¡Y con qué disgusto nos quedábamos "adentro" cuando nos "cortaban" la salida!
A fuer de sinceros, reconozcamos que entre el "adentro" y el "afuera", entre la casa y la calle, no había entonces confusión posible: la calle era la libertad, el vagabundeo, las correrías; la casa era la reclusión, la penitencia, el castigo. "Si te llegás a portar mal, te quedás sin salida". ¿Lo recuerdan? Un zaguán, una puerta cancel o un portoncito, hacían la enorme diferencia. A veces, simplemente el umbral.
Si quisiéramos rastrear un poco los datos de la antropología, no tardaríamos en advertir que los umbrales (de la clase que se los imagine) han tenido siempre, en todo tiempo y lugar, la delicada y riesgosa misión de separar mundos. En todos los órdenes de la vida nos topamos con ellos. Acotan nuestros impulsos. Nos acosan. No podríamos eludirlos aunque quisiéramos: en cierto modo alinean y definen nuestra existencia. Nos orientan, pero también nos intiman y, a la postre, se nos imponen. Tienen la mágica virtud de retenernos sin impedir nuestros pasos. De convertirnos en dóciles observantes o insumisos infractores.
Las diversificaciones sociales han existido desde siempre. A veces, especialmente en las culturas antiguas, hasta los difuntos eran incluidos en ellas. Desde que el mundo es mundo, los hombres se han diferenciado entre sí y se han agrupado, sin dejar de lado la similitud de bienes y de ingresos, también en función de otros factores de nivelación como por ejemplo los roles que desempeñan dentro de sus comunidades, su cultura, sus intereses, sus costumbres, su forma de vida, etc. Precisamente, en "Sociología y Cultura", Pierre Bourdieu define el concepto de clase haciendo hincapié en estos diferentes aspectos. De este modo, advertimos que la conformación de las clases se fue estableciendo paulatinamente a partir de ciertos criterios que lograron mantener a lo largo de los años un reconocimiento más o menos estable y definido. Aunque en sí mismas mucho más abiertas y móviles, se solía igualmente relacionarlas con las castas de la India o los estamentos del medioevo.
El sociólogo y antropólogo norteamericano William Lloyd Warner, de la Universidad de California, propuso hace tiempo una clasificación que, criticada por muchos y utilizada por muchos más, se volvió célebre y permaneció por años abasteciendo los capítulos de los textos de sociología; aún hoy es difícil hallar un libro sobre la especialidad que deje de mencionarla. Después de los trabajos de Marx, la idea de clase experimentó una profunda resignificación y de ahí en más, hasta nuestros días, el factor económico se relacionó con ella de una manera más o menos prevalente. En este sentido pueden consultarse las investigaciones de Antonio Gramsci, Niklas Luhmann, Bourdieu, quien las relaciona con los diversos tipos de capital que condicionan la posición de los individuos en el espacio social, Manuel Castells, Eduardo Bustelo y otros, tan sólo por citar algunos.
Las crecientes dificultades que atraviesan los países emergentes y los niveles de pobreza que en la mayoría de ellos han crecido según las estadísticas en forma exponencial –más allá de la "pobreza estructural", que en cierto modo, como se la ha definido, es una especie de "pobreza histórica"- han inducido al sociólogo Alberto Minujín a describir con precisión las circunstancias que impulsaron la caída de la clase media -ideológicamente tan heterogénea, en opinión del profesor Peter Heintz- y determinaron su incorporación a una nueva franja poblacional que se ha dado en llamar la "nueva pobreza": "Entre los principales perdedores –escribe Eduardo Bustelo, refiriéndose a esta situación- se encuentran los sectores medios, que no sólo ven descender sus ingresos sino que experimentan un aumento de su inseguridad vía empleo y acceso a bienes y servicios" (E. Bustelo: De Otra Manera. Ensayo sobre Política Social y Equidad. Homo Sapiens. Argentina. 2000, 72).
En nuestro país, los datos que proporciona hoy el INDEC acerca de los "nuevos pobres" son verdaderamente escalofriantes: hasta hace muy pocos meses, en ausencia de información fidedigna y al margen de quienes no cesaban de vocinglar una potencial recuperación, los niveles de pobreza habían ascendido considerablemente, y lo habían hecho hasta el punto de rondar -según la opinión de muchos encuestadores- una cifra nunca antes sospechada, que estaría superando con cierta holgura el 30% de la totalidad poblacional.
Sin dudas, el incremento de la pobreza -y no sólo de la pobreza económica- ha generado la necesidad de una redefinición de los agrupamientos sociales, redefinición que inevitablemente ha resultado y seguirá resultando difícil, compleja y fluctuante.
Cristino Barroso Ribal –egresado de la Universidad Complutense de Madrid y doctorado en ciencias políticas y sociales- llevó a cabo hacia fines del siglo XX (1997) un estudio acerca de la estratificación social en las Canarias, y concluyó proponiendo un sistema que alcanzó una rápida divulgación entre nosotros: de acuerdo a los criterios utilizados en su trabajo, decidió establecer tres niveles bien diferenciados: integrados, vulnerables y excluidos sociales. Niveles que también otros autores han desarrollado, entre ellos los ya citados Bustelo y Minujin, cuando al hablar de la igualdad y la política social en algunos países de América latina, reconocen concretamente la existencia de "sociedades formadas por un grupo plenamente incluido, un amplio grupo en condición de vulnerabilidad y finalmente, un sector excluido económica y socialmente".
El crecimiento de la exclusión condujo rápidamente, como era de suponer, a una creciente desorganización de las estructuras sociales, desorganización que, por un motivo o por otro, terminó con mucha gente en la calle, fuertemente impulsada por el afán y la desesperación, precisamente, de "hacer la calle". Y a partir de este hecho, se ha venido generando una cuestión que nos parece digna de la mayor importancia: la invasión del espacio público de una manera no circunstancial -o bien del espacio no ocupado- y la imperiosa necesidad de una reconstrucción de la identidad social, por muchos reclamada, impuesta forzosamente por esta nueva situación.
Hasta hace no muchos años, la casa definía sin mayores posibilidades de error un límite capaz de circunscribir y diferenciar con precisión el ámbito privado de los escenarios públicos, la calle, por ejemplo. Hoy, en cambio, la situación parece haberse invertido: los espacios públicos se hallan sometidos a un creciente proceso de apropiación, que va trastocando con inusual rapidez el concepto mismo de espacio privado, espacio del que con frecuencia y ante la falta de utilización -según se oye decir, cada vez con mayor frecuencia- quedan visiblemente expuestos a toda suerte de utilización.
Hoy, sin dejar de ser enteramente lo que era, especialmente en las pequeñas ciudades, la calle se ha convertido en una realidad muy diferente, en una realidad en la que los niños y los jóvenes aparecen muchas veces protagonizando las situaciones más dolorosas, más inhumanas y vergonzantes. Se ha transformado en una entidad recubierta por una significación completamente diferente, en un "concepto" que ha ido asumiendo en forma progresiva una denotación profundamente resignificada; se ha revestido, obedeciendo a los dictados de una lógica de la necesidad, de un nuevo estatus social y epistemológico: ha dejado de ser un "no-lugar", es decir, un lugar de circulación por donde miles de personas transitan y entrecruzan diariamente sus historias sin relacionarse -aunque en la práctica cotidiana lo sigan haciendo- y se ha transformado para muchos –por esa dinámica que ciertos y reiterados avatares son capaces de imprimir a los procesos sociales- en un lugar, con la significación que a este término le fuera asignada por el sociólogo francés contemporáneo Marc Augé. La calle ya no representa, como ocurría en nuestra infancia, el camino para hacer los mandados o para ir a la escuela, el espacio elegido para jugar y divertirse con los amigos de la "barra" pueblerina, una posibilidad para la recreación y el esparcimiento, el escenario para urdir las más variadas travesuras lejos de la vigilancia de los mayores; ahora se ha convertido en un lugar inquietante, en un espacio de potenciales peligros que estimula el crecimiento de la ansiedad y origina toda clase de preocupaciones y angustias, en un lugar donde se vive, se come, se trabaja, se deambula, se busca la "oportunidad", se duerme, se delinque, es decir, en un habitat destinado a albergar a los sufrientes de la más extrema pobreza, a los sin techo, a los adultos marginados, a los "chicos de la calle". La calle es la intemperie. La intemperie existencial.
"Quien se proponga observar con honestidad y sin prejuicios el escenario en el que vivimos los habitantes de esta sociedad y de este tiempo –ha escrito Sergio Sinay en "La Sociedad de los Hijos Huérfanos" verá niños y adolescentes a la deriva, librados a un destino incierto o destinados a ser presas de todo tipo de mercaderes, de manipuladores ideológicos, de operadores mediáticos, de impunes experimentadores pedagógicos, psicológicos, psiquiátricos y farmacológicos" (Ediciones B Argentina. Bs. As. 2008, 9). Existen, es verdad, innúmeras organizaciones privadas y públicas, nacionales e internacionales que tratan con verdadero esfuerzo de paliar los efectos de la pobreza y devolver al ciudadano una vida digna y decorosa. Ayudan. Ayudan mucho. Pero están lejos de ser suficientes. Son importantes, pero no constituyen la verdadera solución del problema. Hoy, la calle ya no es tan sólo una vía de circulación por donde se movilizan diariamente miles de personas y se transporta toda clase de insumos y mercaderías: para mucha gente -reiteramos- es un lugar donde se está, donde se vive, donde se piensa, donde se desea, donde se sueña, donde se agoniza, donde se muere. Un lugar donde, cruda y simplemente, se es hasta dejar de ser. Desde el punto de vista de las representaciones sociales y a raíz de infortunadas circunstancias, se ha convertido asimismo en un verdadero "foro popular", donde las "puebladas", los cacerolazos, los apagones, la quema de neumáticos, las marchas, los cortes y los piquetes representan los "argumentos" demandantes de estos improvisados "legisladores" callejeros que asumiendo en ocasiones el papel de jueces también sancionan y condenan.
Más allá de su sentido sociológico original, los "lugares" se han transformado en una tentación rebosante de posibilidades furtivas y "provechosas", y los "no lugares", en bastiones o reductos de asentamientos que se defienden y retienen aún a costa de las propias vidas: léase calles, andenes, rampas y pasillos, escaleras, atrios, veredas, plazas, puentes, parques, autobuses, trenes y tantos otros. Quienes viven en sus casas miran con desconfianza a los habitantes de la calle, y los habitantes de la calle acechan codiciosamente a quienes viven en sus casas. Recelan unos de otros, se espían. Y se ha establecido así un nuevo tipo de relación social entre quien vigila desde adentro lo que pasa afuera y quien desde afuera observa lo que pasa adentro. "Los miedos contemporáneos -subraya acertadamente Bauman, comentando a Nan Elin-, típicamente "urbanos", a diferencia de aquellos que antaño condujeron a la construcción de las ciudades, se concentran en el "enemigo interior". Quien sufre este miedo se preocupa menos por la integridad y fortaleza de la ciudad en su totalidad-como propiedad y garantía colectivas de la seguridad individual- que por el aislamiento y la fortificación del propio hogar dentro de aquella. Vecindarios cercados, espacios públicos rigurosamente vigilados y de acceso selectivo, guardias armados en los portones y puertas electrónicas; todos ellos son recursos empleados contra el conciudadano indeseado más que contra los ejércitos extranjeros, los salteadores de caminos, los merodeadores y otros peligros desconocidos que aguardaban más allá de los portales" (Z.Bauman: La Globalización. F.C.E. 2008, 65).
Este cambio de situación ha promovido, como era de suponer, una resimbolización de los umbrales. El umbral siempre ha tenido el valor de un límite simbólico, ya sea de carácter físico, psicológico, sociológico o un poco de todos a la vez, pero hasta hace algún tiempo, limitaban más bien el egreso desde el "adentro", en cambio ahora procuran por diversos medios controlar y acaso impedir el ingreso desde el "afuera": rejas, visores, alarmas, porteros eléctricos, cadenillas de seguridad, mirillas, etc. Esta preocupación se ha extendido también –reconozcámoslo- a los diferentes instrumentos que se utilizan para filtrar el ingreso de los individuos a los más diversos espacios con documentación apócrifa. Ahora la vigilancia se ejerce más bien sobre el ingreso que sobre el egreso. Se habla en la actualidad, a raíz de la progresiva y multiplicada organización de inmensas bases de datos, de que la nuestra es una sociedad de control (Foucault), y la comparación con el panóptico de Jeremías Bentham resulta para muchos inevitablemente tentadora. Sin embargo, como bien lo ha señalado Bauman (La Globalización, 69), el control del panóptico estaba orientado a la vigilancia de la salida, en cambio en las bases de datos la vigilancia se reconcentra sobre la entrada: "La función principal del Panóptico -escribe- era asegurarse de que nadie pudiera escapar del espacio rigurosamente vigilado; la de la base de datos es que ningún intruso pueda ingresar con información falsa y sin las credenciales adecuadas".
Se ha replanteado de este modo toda una estructura de comportamientos donde la vigilancia del otro se instala como el núcleo primordial de la cuestión y alcanza un relieve sin dudas prominente. En esta estructura, el descuido asume categoría de negligencia, casi diríamos, de inconsciencia.
Lo cierto es que este cambio -que puede observarse en la superficie misma de la actividad cotidiana- ha modificado en forma rotunda muchas de las prácticas habituales de los habitantes de la ciudad -en especial de la gran ciudad- y ha dado origen a una nutrida gama de nuevos comportamientos: la calle se ha transformado insensiblemente en el escenario de una densa y complicada trama de relaciones sociales, se ha convertido en un mundo, ha definido una serie de estatus diversamente jerarquizados con todos sus referentes y marcos de orientación, con sus códigos propios y sus criterios y sistemas de sanciones; habitar la calle significa, hoy, ni más ni menos que asumir una nueva forma de ser en el mundo.**
(*) Eduardo Julio Giqueaux fue rector del Colegio del Uruguay 'Justo José de Urquiza' (1970-2011), Concepción del Uruguay. Es profesor de la UTN, Facultad Regional C. del Uruguay, y profesor de la Universidad de Concepción del Uruguay (UCU).
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Referencias
Bleichmar, Silvia: Violencia Social – Violencia Escolar. Noveduc. Bs. As. 2008.
Gunn, John: Violencia en la Sociedad Humana. Ed. Psique. Bs. As. 1976.
Terminiello, Oscar: Tribus Urbanas, el nuevo desafío. Bonum. Bs. As. 1998.
Girard, K – Koch, S.: Resolución de Conflictos en las Escuelas. Granica. Bs. As. 1997.
Iglesias Díaz, Calo: Educar para la Paz desde el Conflicto. Homo Sapiens. Rosario.
1999.
Bringiotti, M.I. – Palazzo, S.A.: Palabras y Espejos. Lumen. Bs. As. 2007.
Kornblit, Ana Lía (coord.): Violencia Escolar y Climas Sociales. Biblos. Bs. As. 2008.
