En estos días tan complicados y preocupantes por el problema sanitario que vive el mundo debido a la pandemia de coronavirus, me permito recordar otro momento muy difícil que vivió el país allá por la década del 50 cuando Argentina se vió afectada por una epidemia de poliomielitis (parálisis infantil).
Nosotros teníamos en ese entonces unos 9 o 10 años y constituíamos la población más vulnerable para la enfermedad, pero no nos dábamos cuenta.
Los que vivían aterrorizados eran nuestros padres, conscientes de la situación y casi sin medios para luchar contra el flagelo.
Aún no existían las vacunas preventivas ya que la primera de ellas, la del Dr. Salk se dio a conocer recién en el año 55 en los Estados Unidos, y la del Dr. Sabin por el año 1962, también en Estados Unidos. Así como más adelante la vacuna Salk redujo en forma importante la incidencia de la polio, fue la Sabin la que permitió la eliminación del virus. Es de destacar que esta última era de muy fácil aplicación a los chicos ya que se administraban dos gotitas incluidas en un terroncito de azúcar.
No debemos dejar pasar por alto el hecho de que estos dos insignes investigadores nunca quisieron patentar sus logros cediendo los derechos para que puedan ser aplicadas en forma gratuita en todo el mundo, con lo que resignaron ganancias que podían haberles aportado millones de dólares… Otro hecho destacable es que ninguno de los dos obtuvo nunca el Nobel de Medicina.
Mientras tanto nosotros, con la inconciencia propia de la edad estábamos contentos con la suspensión de clases y andábamos por el pueblo despreocupados del peligro de contagio.
Pero, estábamos con lo que creíamos una protección. Seguramente hoy el recuerdo de esa protección produce solamente una sonrisa, pero su uso era producto de la desesperación por no conocerse nada mejor. Me estoy refiriendo a la “BOLSITA CON ALCANFOR”.
El alcanfor es un producto que se obtiene de un árbol, el alcanforero, y es una sustancia cristalina con un fuerte y penetrante olor. Si bien se usó en la antigüedad para tratar catarros o despejar las vías respiratorias, no tenía ningún efecto contra bacterias o virus.
Nuestras madres confeccionaban unas bolsitas de tela en las que se incluía un trocito de alcanfor (adquirido en las farmacias), mas o menos de 5x5 cmts. Y lo usábamos sobre el pecho colgado con una tira desde el cuello. A falta de algo mejor esa era la única protección con la que contábamos.
Y ahí andábamos haciendo nuestra vida habitual, salvo la concurrencia a la escuela.
Valga una anécdota para describir mejor la situación.
Un domingo a la tarde, en nuestro habitual vagar por el pueblo nos llegamos hasta la pista municipal en donde tenían lugar las carreras de caballos.
Como a los menores se les tenía prohibido concurrir a los lugares en los que hubiera concentración de público, al llegar al portón de acceso nos paró el agente que hacía de control de ingresos. No pueden entrar los menores, dijo, vuélvanse, hay peligro de contagio…
Y nosotros, convencidos, le dijimos: pero no, déjenos pasar, no nos vamos a contagiar, mire… y nos desprendimos la camisa para mostrarle la bolsita con alcanfor. Estamos protegidos, todos tenemos alcanfor…
Nos miró y dijo: bueno, si es asi, pasen
Espíritu de engaño? No. Nada de eso. Otros criterios. Otra época.
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