Un tren súper
confortable y veloz nos dejó aquel domingo en Gare du Nord en donde combinamos
con el siempre cómodo Métro para llegar unos pocos minutos después al barrio de
Montmartre. Una vez en la superficie descubrimos una enorme colina que nosotros
y nuestro equipaje debíamos superar si queríamos llegar al hotel. Siguiendo un instinto de autopreservación,
decidimos parar en un bar frente al parque Louise-Michel para tomar algo
fresco.
Imitando a los
locales –que siempre saben más que uno- nos sentamos uno al lado del otro con
la mesa delante y quedamos de frente a una colina tapizada por un césped casi
fosforescente y presidida por la imponente Basílica del Sacré-Coeur y su cúpula
blanca. Segundos después y sin mediar palabra alguna, vino el garçon y nos dejó
dos bière pression –cerveza tirada- con sus respectivos posavasos de cartón y
una pequeña tablita de quesos. Nada mejor que la telepatía para un servicio
eficiente y oportuno. Fue un buen augurio y una discreta carta de presentación
de los tesoros culinarios parisinos. Así fue que juntamos fuerzas para
atravesar la ultra concurrida Place du Tertre –donde se reunían los pintores
impresionistas del Siglo XIX- y luego descender más y más escalinatas. Más
tarde optamos por caminar los 3km que nos separaban del Sena, porque las
ciudades se descubren a pie. Es así como revelan sus secretos.
Mucho se ha
escrito sobre los rasgos propios de cada quartier: los intelectuales que toman
café en St. Germain-des-Prés, las mansardas y los detalles de bronce en la Île
de la Cite, el encanto de los puentes sobre el Sena, las divertidas tiendas de
diseño de Le Marais, las elegantes vidrieras de la Rue St. Honoré, los
emblemáticos museos y sus múltiples incunables, la marginalidad de Pigalle, en
fin … existe una enorme cantidad de atractivos que convierten a esta ciudad en
una de las tres más visitadas del planeta. Pero hay dos características
parisinas que me fascinan: una es la excelencia culinaria en todos sus niveles.
No solo los eclairs y los macarons son obras de arte, también las panaderías
deslumbran: croissants, brioches y baguettes para oler varias veces antes de
morder. En los mercados –infaltables en cualquier agenda- las frutas y verduras
se presentan como para un concurso de belleza, los panes son vedettes y el
arsenal de quesos y embutidos es estremecedor. El otro plus de París es la
cantidad de espacios verdes: bellos, impecables, con sombra y todo lo necesario
para pasar un largo rato.
La combinación de
ambos factores favorece un ritual imprescindible cuando se recorren ciudades:
el picnic. No solo es una pausa reparadora con la libertad de armarse un menú a
medida sin que nadie te apure con la cuenta, también es la oportunidad para
observar a los habitantes y sus gestos o para registrar en la bitácora las
impresiones del viaje. Por todo, creo que es una experiencia gratificante que
no debe pasarse por alto. Personalmente, el parque que más me gusta es el Parc
des Buttes-Chaumont. Ubicado entre el vibrante barrio de Belleville y la
moderna Villette, ofrece una inmejorable vista panorámica de la ciudad para
maridar con una baguette bien crocante con un crudo bien estacionado y un brie
bien cremoso. Todo bien.
Quizás la única
visita obligada en París sea la Torre Eiffel. No me refiero a la tortuosa
peregrinación hasta la cima -largas colas y controles de seguridad incluidos-
para una brevísima vista con la selfie, nada de eso: el verdadero espectáculo
es contemplarla desde los Jardines de Trocadéro, cuando el sol se va y
comienzan a parpadear las más de 20mil luces hasta iluminarla completamente. El
cierre perfecto de toda visita a la Ciudad Luz.
(*) Licenciado en Turismo.
Fundador de i-Selector Travel
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